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El Canon se mueve

El Nobel premia a un cantautor, el Museo del Prado expone por primera vez en solitario a una pintora y varias antologías reivindican la obra de las escritoras. La cultura occidental reescribe su historia

 

Isidro Ferrer

 

A veces una simple pregunta desencadena una historia entera. O la reescribe. En la New York Avenue de Washington, a tres calles de la Casa Blanca, abrió sus puertas en 1987 el National Museum of Women in the Arts. Lo fundaron los coleccionistas Wilhelmina Cole y Wallace F. Holladay, que años antes habían visitado el Museo del Prado. Allí vieron los bodegones de Clara Peeters, una artista que trabajó en Amberes entre 1607 y 1621 y que se autorretrataba discretamente en los reflejos de los enseres metálicos que incluía en sus naturalezas muertas. Los Holladay volvieron a casa con una pregunta en la cabeza: ¿quién es Clara Peeters? La falta de información sobre la pintora les llevó a interrogarse también por la oscuridad que rodeaba a las mujeres artistas y, finalmente, a consagrarles un museo.

 

Bodegón de Clara Peeters que puede verse actualmente en la muestra que le dedica el Museo del Prado. El autorretrato múltiple de la pintora puede verse reflejado en la copa dorada de la derecha. STAATLICHE KUNSTHALLE KARLSRUHE

 

Pero después de la pregunta de los coleccionistas estadounidenses hubo otra. Hace 16 años, Alejandro Vergara se incorporó al equipo del Prado como conservador jefe de pintura flamenca. Durante una visita a la pinacoteca su entonces esposa le preguntó: “¿Dónde están las mujeres artistas?” Vergara revisó los catálogos y dio con cuatro tablas de Clara Peeters, que fueron devueltas a las salas en las que las habían visto los Holladay. Hace tres semanas el Museo del Prado incluyó esas obras en la muestra El arte de Clara Peeters, la primera individual que la institución madrileña dedica a una artista.

Camino de la exposición de Peeters, Vergara recuerda aquellas dos preguntas y responde a otra: ¿Se está reescribiendo el canon tradicional? “Puede que ahora miremos los cuadros no porque sean buenos, académicamente hablando, sino porque sean próximos. Lo ideal es conjugar las dos cosas y no sustituir una por otra”. La palabra canon viene del término griego usado para “varita, regla, norma” y durante siglos la norma de belleza era la que dictaban las proporcionadas esculturas de Policleto, en las que el cuerpo equivale a siete cabezas. “Hasta ahora”, explica Vergara, “un museo valoraba esos criterios de la escultura antigua, el dibujo del volumen y de los movimientos y un plus intangible que dan los grandes artistas. Se valoraban el canon y las reacciones anticanon, como El Bosco. Ahora se añaden criterios como la expresividad o, como decía, la cercanía a las experiencias de la sociedad. Eso ya pasa en Estados Unidos. En el Prado las mujeres son mayoría entre los visitantes, ¿cómo no se van a preguntar por las artistas? Si dentro de unos años la mitad de la población española fuera de origen magrebí se daría más relevancia a los cuadros de Juan de Pareja, el esclavo morisco de Velázquez”.

 

“Si en España creciera la población de origen magrebí se daría más relevancia a los cuadros del esclavo morisco de Velázquez”, dice Alejandro Vergara, conservador del Museo del Prado

 

Vergara, no obstante, señala que ampliar el canon por el lado del arte antiguo será difícil por una razón: tradicionalmente las mujeres no tenían acceso a los talleres de otros artistas ni a las academias de arte; vetadas las clases de desnudo, también les quedaba vetada la posibilidad de enfrentarse a la figura humana, la prueba máxima de la gran pintura. De ahí el recurso de Peeters al bodegón, considerado por mucho tiempo un género menor. Bien distinto es el caso del arte contemporáneo. “Se puede reescribir la historia pero no reinventarla. Estamos poniendo de relieve las grandes contribuciones de las artistas, pero hay un desequilibrio en la historia”, apuntó en junio pasado Frances Morris, directora de la Tate Modern de Londres, que ese mes inauguró su ampliación con un 36% de obras de mujeres en la colección. Cuando el museo abrió en 2000 ese porcentaje era del 17%. Han pasado más de dos décadas desde que el colectivo Guerrilla Girls diseñara su famoso cartel con esta leyenda: “¿Las mujeres tienen que estar desnudas para entrar en el Metropolitan Museum? Menos del 5% por cierto de los artistas de la sección de arte moderno son mujeres pero el 85% de los desnudos son femeninos”.

 

Las Guerrilla Girls fueron objeto de las pullas de Harold Bloom en el elegíaco epílogo a El canon occidental (Anagrama), un libro que, no por casualidad, en su edición original estadounidense de 1994, llevaba como ilustración de cubierta El juicio final de Miguel Ángel. Después de lamentar la irreversible “balcanización” de los estudios literarios a manos del feminismo y el multiculturalismo, Bloom contrastaba la “vulnerabilidad” de la literatura canónica frente a la solidez de disciplinas como la música. Stravinsky, decía, no corre peligro a manos de la corrección política. Alejandro Vergara recuerda haber subrayado en un ensayo de George Steiner la afirmación de que a un museo no se le ocurriría descolgar de sus paredes las obras de los grandes maestros. “Nosotros lo hemos hecho”, dice Vergara refiriéndose al Prado. Cincuenta cuadros de Rubens –de los 90 que atesora el museo- llevan “provisionalmente” en los almacenes desde 2011 con el fin de hacer sitio a la pintura española del siglo XIX. De nuevo la cercanía frente a la excelencia. El nacionalismo genera sus propios cánones.

 

“¿Las mujeres tienen que estar desnudas para entrar en el Metropolitan Museum?” Cartel del colectivo artístico Guerrilla Girls.

 

Los museos, que tienen las paredes que tienen, son menos flexibles que las bibliotecas. Aun así, no todo cabe en el canon literario. En su ensayo Adiós a la universidad. El eclipse de las Humanidades (Galaxia Gutenberg), Jordi Llovet cita a Bloom al tiempo que lamenta que las cuestiones “epocales” puedan primar sobre las artísticas. “La cuestión no es si las mujeres escriben tan bien como los hombres -o los gais que los heterosexuales- o por qué no han escrito”, explica por teléfono desde Barcelona. “Lo importante es saber si lo que haya escrito quien sea es bueno o no. No es una cuestión de género o de raza. La sintaxis es una tortura para todos, hombres y mujeres vengan de donde vengan. La primera razón para discernir esto es de tipo estético, no de tipo político. Por eso decimos que George Eliot, Jane Austen o Virginia Woolf son estupendas. Lo importante es recuperar a escritoras excepcionales de la Edad Media y el Renacimiento como Hildegarda von Bingen y a Christine de Pizan,”.


A recuperaciones como esas lleva años dedicada la poeta y traductora Clara Janés, autora de un ensayo sobre el papel de la mujer en la literatura cuyo título ironiza con el tratado de Fray Luis sobre la perfecta casada: Guardar la casa y cerrar la boca (Siruela). Janés fue la décima mujer en 300 años en entrar en la Real Academia Española y acaba de reeditar ampliada una antología que vio la luz hace tres décadas: Las primeras poetisas en lengua castellana (Siruela). No le sorprende, pues, el debate sobre la presencia de mujeres en el canon. ¿Su ausencia se debe solo a que durante siglos tuvieron vetado el acceso a la vida pública y a la educación –en España hubo que esperar a 1857 para que una ley estableciera la apertura de escuelas públicas para niñas- o también a la discriminación de los que escriben las historias de la literatura? Es decir, ¿no había dónde escoger o se ocultó a las escritoras deliberadamente? “Había de todo”, explica Janés. “Por un lado, si no tenían acceso a la educación, difícilmente podrían escribir, aunque sí recitar y por tanto generar una literatura oral -todavía sucede hoy en el caso de las afganas, cuyos landays son impresionantes-. Por otra parte, hubo prohibiciones. La más sangrante fue la de Roma en la época de Augusto: acabó con una floreciente literatura femenina. Por lo poquísimo que queda, como el discurso de Hortensia, es seguro que lo que hicieron sus mujeres fue importante. También hay que tener en cuenta que la educación de la mujer como par al hombre es muy reciente. La primera universitaria, Elena Lucrecia Cornaro, se graduó en Padua en 1678”.


“Hay que recuperar todo lo que haya de bueno en el pasado,  pero sin ánimo políticamente inclusivo. Hay que dejar el debate en el terreno de la valoración estética”, afirma Jordi Llovet

 

La antología de Clara Janés coincide con otras publicadas recientemente: 20 con 20. Diálogo con poetas españolas actuales (Huerga & Fierro), de Rosa García y Marisol Sánchez, (Tras)lúcidas. Poesía escrita por mujeres (1980-2016)(Bartleby), de Marta López Vilar, o Poesía soy yo. Poetas en español del siglo XX (Visor), de Raquel Lanseros y Ana Merino. Según Jordi Llovet, estamos asistiendo a la reacción a siglos de antifeminismo: “Hay que recuperar todo lo que haya de bueno en el pasado, en el que era tan difícil que una mujer se pudiera expresar literariamente, pero hay que hacerlo sin ánimo políticamente inclusivo porque entonces se comete una exageración. Hay que dejar el debate en el terreno de la valoración estética”. Sin embargo, como apuntan los críticos del canon actual, ¿no establece ese valor una tradición construida por hombres occidentales, heterosexuales, de clase media y raza blanca? “En absoluto”, responde Llovet. “Los parámetros estéticos están fijados desde la antigua retórica. La hacían los hombres porque las mujeres no sabían leer ni escribir. Muy pocos hombres sabían. No por el hecho de ser hombres, Cicerón y Quintiliano han establecido unas pautas injustas. Una frase es sintácticamente correcta o no lo es, y eso da igual que lo haya descubierto un hombre o una mujer. La discusión estética va más allá de la construcción de una frase, por supuesto, pero todas las autoras clásicas, empezando por Safo, son muy conscientes de lo que es el oficio de escribir”.

 

En esto Llovet vuelve a coincidir con Harold Bloom y su defensa del valor estético por encima de valores de género, raza o clase. Una de las citadas antólogas, la escritora Ana Merino, profesora en la Universidad de Iowa, matiza: “Bloom es hijo del siglo XX occidental y de una mirada occidental clásica muy respetable y de la que aprendemos mucho. Creo sin embargo, que hay que sumar otras miradas y lecturas. En el momento en el que la educación universitaria se lleva a todos los rincones del mundo, el conocimiento crece y surgen vías nuevas de aprendizaje que recuperan voces clave. Los estudiosos de los diferentes departamentos con sus esfuerzos de investigación en archivos, bibliotecas o trabajo de campo han podido ampliar y crear nuevos cánones. Un ejemplo sería el Popol Vuh [el libro sagrado de los mayas]. El discurso de género, de raza y de clase amplía el canon”.

 

Más allá de Occidente

Los museos y las historias de la literatura llevan décadas tratando de compensar la ausencia de mujeres al tiempo que miran fuera de Occidente para que la globalización no sea solo un asunto económico. Si en 1989 el Centro Pompidou expuso a artistas de los cinco continentes en una muestra que marcó época -Magiciens de la terre- y la citada ampliación de la Tate Modern presta una atención inédita a los creadores de África o Asia, la atención al arte de América Latina no ha parado de crecer. El mes pasado el museo que durante décadas dictó el canon del siglo XX, el MoMa, incluyó en sus colecciones la donación de arte latinoamericano de la coleccionista venezolana Patricia Phelps de Cisneros.

 

 

Por su propia naturaleza, la literatura, sometida a la barrera de la lengua, se mueve más lentamente que las artes visuales, pero se mueve. Si Harold Bloom desarrolla su discurso canónico en torno a tres autores –Dante, Shakespeare y Cervantes, con la Biblia al fondo-, Jordi Llovet añade el Gilgamesh mesopotámico mientras Clara Janés hace lo propio con la autora japonesa Murasaki Shikibu, que en el siglo X escribió La historia de Genji, “la primera novela de la literatura universal tal y como entendemos hoy el género”. También cita a Safo, Santa Teresa, Sor Juana Inés de la Cruz o María de Zayas. Janés es la directora de la colección en la que el joven estudioso sirio Jaafar Al Aluni acaba de publicar Diván de poetisas árabes contemporáneas (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo). A unos pasos de la Casa Árabe de Madrid, donde el día 16 presentará su antología, Al Aluni añade a esa improvisada lista canónica universal a dos poetas árabes clásicos: Al Mutanabi –“que para un europeo tendría ecos de Mallarmé, Rimbaud y Nietzsche”- y Al Marí –“que algunos consideran el inspirador de la Divina Comedia”-.

 

El crítico y traductor sirio explica que a las 10 mujeres incluidas en su antología les toca sortear una doble barrera: por un lado, ser escritoras en una cultura todavía muy patriarcal –“aunque no es lo mismo la apertura de Líbano que la cerrazón de Arabia Saudí, las mujeres viven en la jaula del lenguaje religioso”-; por otra, formar parte de una cultura que en Occidente se ve “con una mezcla de condescendencia y miedo”. No hay, insiste, reciprocidad: “Nosotros estudiamos en el bachillerato a Dickens y a Unamuno. Tenemos acceso a la literatura europea traducida. ¿Por qué no pasa eso a la inversa? Porque para Europa los países árabes solo tienen una dimensión política y estratégica, no cultural. La cultura árabe no se reduce al periodo musulmán; siempre se olvida que la literatura preislámica es mucho más importante que la del periodo islámico”. ¿Existirá algún día un canon verdaderamente universal? “Cada vez habrá menos lagunas”, dice Aluni, “pero todo dependerá de quién defina la palabra universal. Nací en 1989 y soy graduado universitario, pero no sabía quién era Bob Dylan hasta que le dieron el premio Nobel. Si preguntas en una calle de Damasco posiblemente te digan que es el presidente de un Gobierno”.

 

Fuente: cultura.elpais.com

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